“¡Chuta, carajo, chuta! ¡Niño, ¿Qué no entiendes?! No, hacia allá no, corre hacia el centro… ¡Es que no aprendes, carajo!” “¡Árbitro sinvergüenza, es pa’ matarte, ya verás allá afuera, te vas a ir calientito a tu casa!” “A ver si ya pones a mi hijo a jugar, ¡eh!” “¡Como le vuelvas a gritar a mi hijo te rompo la cara!”
Estas escenas de violencia se reproducen cada fin de semana en los partidos de fútbol infantil y juvenil de distintos países del mundo. Esos padres no saben manejar su frustración y pocas personas se atreven a intervenir en lo que aquéllos consideran su “sagrado derecho” a educar a sus hijos como les dé la gana.
Aunque puede influir el nivel de educación, estas conductas se producen con frecuencia en padres con cierto nivel de educación y posición social, en clubes deportivos privados. La forma de vestir y de comportarse en otros entornos desentona con la bestia en que se transforman cuando sus hijos juegan al fútbol.
Un entorno de inocencia infantil y buenos modales de adultos “educados” se convierte en una olla asfixiante de gritos a los niños, a los árbitros, a los rivales y a otros padres.
Estos energúmenos a los que otros espectadores quisieran estrangular vuelcan su frustración en sus propios hijos. Quieren que hagan lo que ellos no pudieron o no se atrevieron a ser. O peor aún, que sus hijos son una extensión de ellos mismos que refleja lo que son: “triunfadores”, “talentosos”, “fuertes”… proyecciones que se manifiestan en otros ámbitos educativos y del deporte.
Algunos expertos señalan a los padres como la principal causa de violencia en el deporte escolar, el fútbol en especial. Los enfrentamientos generan violencia en los propios niños, que aprenden a ver en un juego un escenario de guerra. Aprenden a considerarlo una amenaza que los obliga a competir en lugar de disfrutar mientras aprenden y compiten con sus adversarios.
En algunos casos sufren traumas y daños a su autoestima difíciles de tratar más adelante en su vida, incluso cuando se convierten en adultos, tienen hijos y repiten los patrones de violencia que aprendieron. Muchos de los energúmenos adultos llevan dentro un niño herido.
La altivez y la soberbia que desarrollan algunos jóvenes deportistas no son sino un mecanismo para defenderse de entornos hostiles. Pero otros jóvenes insultan, golpean y hasta les escupen a sus adversarios para desquitar la violencia que soportaron de sus padres.
No es raro ver a muchos padres gritar: “busca el balón en el centro”, cuando el entrenador le había dicho al niño que lo hiciera por la banda. Esto provoca que el menor se paralice y se confunda. Si hace una cosa, tendrá problemas con el entrenador, que lo quitará del campo; si hace la otra, tendrá a su padre pegándole de gritos durante el camino de vuelta a casa, y probablemente lo avergüence ante el resto de la familia con lo “mal” que jugó. La conducta de muchos padres puede provocar situaciones de violencia con los propios entrenadores, aunque también con los árbitros o con los padres de otros jugadores. En cualquier caso, el niño se convierte en rehén de esa violencia, y sufre en silencio la vergüenza de ser un niño señalado por la conducta de su padre.
Algunos clubes de fútbol juvenil respaldan a los entrenadores para evitar agresiones de los padres y no fomentar su envalentonamiento. A la mínima señal de gritos e insultos, expulsan a los “adultos” de partidos y entrenamientos. Pero al final, son los jóvenes quienes sufren las consecuencias cuando los apartan de partidos y entrenamientos por la insistencia de sus progenitores.
Algunos clubes organizan actividades que favorecen las relaciones entre jugadores, padres y entrenadores. La convivencia se beneficia de estas actividades, pero a veces se mantienen las situaciones de violencia por padres que no pueden o no quieren controlarse. Este fenómeno de padre hooligan se ha extendido a otros deportes e incluso al campo de la educación, lo que pone de manifiesto la necesidad de trabajar con los padres y de reforzar la autoridad de entrenadores y maestros.
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