Elsa Peña Nadal*
El drama personal de los latinoamericanos y de ciudadanos de otras nacionalidades que se ven obligados a emigrar a países desarrollados en busca de “una mejor vida’’ o de “un futuro ‘’ para sus hijos, como tan común y sencillamente suele decirse, es un tema de tanto interés humano sobre el que se podrían escribir muchos libros y realizar infinidad de filmes cinematográficos.
No siempre vale la pena hacer tantos sacrificios, que comienzan desde el momento mismo en que se inicia el viaje, generalmente de forma ilegal y a un elevado costo, y pasa por un largo y penoso proceso de adaptación a costumbres e idiomas diferentes, incluyendo el asumir empleos muchas veces por debajo de la capacitación profesional previamente adquirida en el país de origen.
Pero el mayor precio se paga con el dolor y el trauma psicológico que implica la separación de la familia, la que mucha veces termina destruida y cuya reunificación requiere de complejos procesos y trámites legales que tardan largos años.
De estas tragedias familiares se nutren y esta infectada la televisión con programas que explotan el morbo colectivo con un manejo indecoroso de la dignidad humana.
Un ejemplo lo es el de la señora que hace la limpieza una vez a la semana en casa de mi hija, y que se dedica a este oficio de lunes a sábado; ella es licenciada en contabilidad y laboraba en una empresa en su natal Guatemala. Al cabo de nueve años de haber llegado a La Florida, pudo traerse a sus hijos menores y aun están en lista de espera, su esposo y dos hijas mayores de edad.
Ayer conocí a su madre, una señora de unos setenta años aproximadamente , pues la trajo a la casa para llevarla al médico cuando terminara aquí su trabajo; al preguntarle si estaba enferma me respondió que ella siempre se deprime para esta época de fin de año pero que su madre estaba bien de salud.
La madre, sentada en una butaca miraba hacia el jardín con la vista perdida y una profunda tristeza reflejada en el rostro; con las manos cruzadas sobre su regazo y en total silencio, acariciaba un pañuelito blanco; y de tan quieta, parecía una estatua tallada en cera.
En principio traté de entablar conversación con ella pero fue inútil; con una tenue sonrisa rehusó tomar o comer algo. Opté por dejarla sola.
Muere cada día quien no se arriesga, entre otras cosas, a hablar con extraños, decía Pablo Neruda; así que yo, a media tarde y cuando ya faltaba poco para que su hija se la llevara, me propuse lograr que esta señora se confiara en mi y soltara un poco de su pena. Quería hacerle saber que yo entendía por qué la Navidad, lejos de su tierra y de una parte de su familia, le producía estos trastornos emocionales.
Me aceptó una taza de té y empezó por fin, y lentamente, un diálogo que termino en franca conversación. Ella vino con visa de paseo, de visita; no tenía intención de quedarse pero sin saber cómo, se le pasó el tiempo, y cuando le reclamó a su hija que debía regresar a su país, se vio en la disyuntiva de irse para no regresar jamás, pues sabia que no le renovarían la visa.
Estos nietos de acá y “su pobre hija” la necesitaban mucho y ella los adoraba; pero también sufría la separación del resto de su familia. Es viuda y en Guatemala tiene a sus otros nietos e hijos, a quienes extraña muchísimo, incluido uno de 40 años, discapacitado, del que no sabe “cómo la estará pasando sin mis cuidados”.
Ella echa de menos también a sus amistades y a sus comadres; su cultura y sus hábitos: la parroquia y su vida en comunidad, las misas de domingo y hasta las procesiones y fiestas patronales. Su jardín y su hortaliza…! Su vida en Guatemala!
“Soy una exiliada involuntaria”, me dijo con una perfecta pronunciación y en un susurro de voz que le salió del alma y tocó hasta el fondo la mía.
Ella y su hija, dos generaciones sacrificadas por una tercera, la que al final de cuentas nunca será completamente de aquí y mucho menos de allá, su país de origen.
¡Y pensar que todos nuestros países son ricos en recursos naturales y minerales; en personal cualificado y gente buena y trabajadora, la que no tendría necesidad de emigrar sino fuera por esta infecta clase política que todos nos gastamos; entreguista y genuflexa, corrupta, insensible e insaciable, sobre la que cae la responsabilidad de tantos lamentables dramas humanos y de episodios tan sobrecogedores como el de esta noble y sufrida abuelita!
¡Para ella y para todos nosotros, pido a Dios que el espíritu de la Navidad venga cargado de una paz y justicia social que nos dure para todo el año!
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