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Si algo critico a la aireada declaración de Hipólito Mejía sobre las cosas “buenas” de la dictadura trujillista es su absoluta incomprensión del material con el que fue modelado el orden de la Era. Más que incomprensión, es en él incapacidad de trascender lo aparente, de penetrar en el oscuro y dilatado proceso de construcción de ese poder omnímodo. De entender, lisa y llanamente, que el orden y la disciplina de entonces, que tantos como él admiran, se gestó en el terrorismo de Estado y en la aniquilación de toda disidencia. En la privación absoluta, en suma, de las libertades, incluida la de convertir el pensamiento en conducta social
Que reivndicara ese orden no me asombra, sin embargo. En la sociedad dominicana que algunos, muy pocos, no quieren ver, por lo general por calculada conveniencia, el trujillismo sigue siendo un referente y una añoranza. Diría más: está en la genética social. Es el ADN de nuestra cultura política, incluida la de aquellos que hoy –con perverso regocijo político— gimotean acríticos en defensa de la “democracia” alcanzada desde el 30 de mayo de 1961 hasta hoy.
Por eso, del mismo modo que me irritan las declaraciones de Mejía (sobre todo porque soy patológicamente libertaria), siento vergüenza ajena por el hipócrita rasgamiento de vestiduras de tartufos que a la democracia y a las libertades se las pasan por donde nunca les dará el sol.
Gritan frente a las declaraciones de Mejía las fundaciones de quienes tienen el antitrujillismo como herencia patrimonial. Sucede que la epidermis de esas “patrióticas” fundaciones no resistió la disidencia de Carmen Imbert, hija de un asesinado por la dictatura, frente al esponjoso libreto heroico, dicen que rentable, y la expurgaron sin sonrojos de un comité que conmemoraba los cincuenta años de “libertad” que nos legó el 30 de mayo de 1961. Repito a Carmen sin miedo alguno: bailaron durante 30 años los merengues de la dictadura, y de pronto descubrieron que esta era “mala”. Lástima que también sean malos los críticos de sus prolongadas oportunidades.
Dejémonos, por favor, de mentiras. El antitrujismo “heroico” de Antonio Imbert no fue barrera para que en 1965 bendijera, puesto que encabezaba el gobierno de “reconstrucción nacional”, la invasión de los Estados Unidos que cercenó la vuelta a la democracia y a la constitucionalidad de 1963 y que asesinó a miles de dominicanos y dominicanas. Como tampoco tuvo empacho el “héroe” Luis Amiama Tió en ocupar la cartera de Interior y Policía en el gobierno de los doce años de Joaquín Balaguer, particularmente en el período en que fue más cruenta la represión contra los opositores. Entonces, y eso no lo recuerdan las fundaciones patrióticas que hoy protestan contra el desliz de Mejía, los constitucionalistas, los izquierdistas y los demócratas caían como moscas bajo la metralla asesina de un confeso y orgulloso heredero del trujillismo.
Lo repito: no soporto el sonido de las vestiduras rasgadas de los fariseos de la democracia. Porque mis canas salen abundantes en una realidad en que mi derecho a decir, conquista suprema de nuestra “democracia”, no vale nada. Mi palabra es menos que nada. Pido el 4% para la educación, y me dicen que ese no es el problema. Protesto contra el artículo 30 del proyecto de Constitución, y se me ríen en la cara. Me voy junto a Colombo con mi olla de espaguetis a rechazar la privatización de las playas y se impone a mi protesta ciudadana la opinión de Asonahores. Creo que es una aberración no entender el problema de los menores en conflicto con la ley, y los diputados (y pronto los senadores) le sacan la lengua a mi opinión (y peor, a la de los expertos) y deciden aumentar las penas. Fernández convoca un panel de verdaderos constitucionalistas para opinar sobre cuestiones atinentes a la Suprema Corte de Justicia, y sus peones en el Congreso solo obedecen sus órdenes, que nada tienen que ver con el parecer mayoritario y crítico. Pido, porque me representan las entidades que lo hacen, que me entreguen información sobre la conducta oficial, y me mandan al carajo. La policía asesina a cerca de cuatrocientos dominicanos cada año, y nadie se sonroja de este método genuinamente trujillista de “controlar” la delincuencia. Los funcionarios siguen gozando del derecho de pernada, y en los mesones cienfueguinos las amantes-niñas, pagadas con nuestros impuestos, dan ganas de llorar, pero a las fundaciones no se les ocurre criticar esta miseria como una rémora de las prácticas sexuales de la dictadura. Y todavía tienen el descaro de hablarme de conquistas democráticas.
Insisto sin miedo a que quienes se mueven a sus anchas en las redes del poder me crucifiquen: me provoca náuseas el fariseísmo de los “antitrujillistas” que no se sonrojan de que Leonel Fernández se declare heredero ideológico de Joaquín Balaguer y Marino Vinicio Castillo, y ejerza esa herencia de modo incuestionable. Me sigue provocando arcadas que estos cómodos adalides de nuestras libertades se queden ahora impúdicamente desnudos frente a la declaración estúpida (porque estamos en campaña) de Hipólito Mejía, y que hasta los legatarios de una mejor herencia se sumen al esperpéntico espectáculo. Ellos, los que guardan silencio ante la degradación institucional que nos deja desprovistos de cualquier recurso imaginable para reivindicar nuestra fantasiosa ciudadanía..Lo suyo es esta pantomima libertaria, este Don Roque en las piernas generosas de su ventrílocuo.
Me irrita, en definitiva, saber que todos los días debo abrir los ojos a esta realidad. Lo peor, casi suicida, es que no tengo escapatoria.
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